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Carlos Mugica, de la elite porteña a la villa miseria

Redazione Spazio70

Mugica pagó con su vida contradicciones que fueron mucho más allá de él y de la Iglesia, porque pertenecieron a una época en la que tantos creyeron, no solamente en la Argentina, que la violencia podía ser la partera de una sociedad de iguales. Luego de un coqueteo con la lucha armada, se expresó en contra de la posibilidad de matar, aunque estaba dispuesto a morir, en especial por los pobres

Por Ceferino Reato*

De la elite de la ciudad de Buenos Aires a la villa miseria de los más pobres; del orden conservador a la revolución guerrillera; del capitalismo al socialismo; de la derecha a la izquierda; del antiperonismo furioso al peronismo fogoso, el sacerdote argentino Carlos Mugica fue protagonista estelar y víctima emblemática de los cambios políticos, sociales y culturales que alimentaron tantos sueños e ideales, pero que derivaron en la tragedia de los setenta. No solo en la Argentina.

Es el tema central de mi último libro, titulado Padre Mugica, sobre la vida, la muerte y los usos políticos del asesinato de Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe. Y dado que “los hombres hacen su propia historia, pero bajo aquellas circunstancias con las que se encuentran”, como indicaba Carlos Marx, el contexto es clave.

Cincuenta años después de aquel atentado terrible —fue acribillado indefenso a la salida de la iglesia donde terminaba de celebrar la santa misa— Mugica sigue siendo un personaje tan moderno, seductor y polémico como lo era en la época en la que le tocó vivir y morir. También, muy verdadero aún en sus equivocaciones.

UNO DE LOS PRIMEROS CURAS DE LAS VILLAS MISERIA

Exponente de la década del sesenta, moldeado por el masivo deseo juvenil de un cambio súbito, no muy bien definido, para archivar una sociedad tradicional y pecadora, fue, por encima de todo, un cura comprometido con la opción preferencial por los pobres del Concilio Vaticano II, que adaptó la Iglesia Católica a los nuevos tiempos.

Tanto fue así que integró la primera camada de “curas villeros”, de sacerdotes que a partir de 1965 dejaron la comodidad de sus parroquias y fueron a instalarse en las villas de emergencia de Buenos Aires para vivir como lo hacían esos feligreses.

Hace mucho tiempo —quizás en el mismo momento en que era derribado por las balas asesinas— que Mugica ingresó a la historia como el ícono de los curas dedicados a los ciudadanos más pobres del área
metropolitana, quienes, aún en el infortunio, siguen encontrando en Cristo, la Virgen María y un seleccionado de santos formales e informales, como el Gauchito Gil y San La Muerte, el último refugio
para sus sueños y esperanzas.

La villa miseria de Retiro, a la que convirtió en el centro de su prolífica actividad pastoral y social, se llama ahora Barrio Padre Carlos Mugica por decisión de los propios vecinos, y la calle Carlos Mugica es su arteria principal. Murales, pintadas y hasta algunos monumentos que repiten bustos lustrosos lo convierten en una querida presencia cotidiana. Su rostro luminoso ilustra, por ejemplo, el frente del Comedor Padre Mugica, fundado por Teófilo Tapia, Johnny, que supo ser amigo del cura; allí funcionaba la filial del Colegio Mallinckrodt, que fue su puerta de entrada a la villa. “Carlos era un santo”, afirmó Johnny Tapia.

DE UNA «CUNA DE ORO» A LOS POBRES. EL DESCUBRIMIENTO DEL PERONISMO

A unas cuadras de distancia, la entrada de la muy sencilla capilla que él levantó, Cristo Obrero, donde descansan sus restos, que el 7 de octubre de 1999, cuando habría cumplido sesenta y nueve años, fueron trasladados a pulso desde el aristocrático cementerio de la Recoleta por una emocionada columna de villeros y sacerdotes que llenaba cuatro cuadras, en una ceremonia encabezada por el arzobispo de Buenos Aires, monseñor Jorge Bergoglio.

“Oremos por los asesinos materiales, por los ideólogos del crimen del padre Carlos y por los silencios cómplices de gran parte de la sociedad y de la Iglesia”, pidió aquel día el futuro papa Francisco.

Claro que su energía desbordante y su pasión a toda prueba y en todos los campos, desde la plegaria y la ayuda social al fútbol y la política, muchas veces lo hicieron olvidar ese carácter “preferencial” por los
pobres, en especial cuando el descubrimiento de ese mundo ajeno lo condujo al peronismo, otra novedad para quien había nacido en cuna de oro y pertenecía a una familia refractaria al general Juan Domingo Perón y sus seguidores.

Tenía la palabra tan fácil y un rostro tan televisivo que se volvió una figura popular y controversial por sus elogios desmesurados a Perón, los pobres, el socialismo y China, y sus diatribas exageradas contra los antiperonistas, los ricos, el capitalismo y Estados Unidos. También por su postura sobre la lucha armada y la guerrilla, favorable o, al menos, indulgente hasta que el peronismo volvió al gobierno, en las elecciones de 1973; decididamente en contra luego.

LA MUERTE DE MUGICA COMO UNA EXPRESIÓN DE LAS DIFICULTADES DEL PERONISMO PARA DIGERIR SUS PROPIAS LUCHAS INTERNAS

Elegante, rubio y de ojos celestes, deportista dedicado, rebelde aunque mundano, atraía a hermosas mujeres que lo ayudaban en las múltiples tareas de promoción social que se había impuesto en la villa de Retiro. Una de ellas, Lucía Cullen —otro retoño del patriciado porteño—, fue el amor de su vida, aunque al parecer platónico porque aseguraba que no estaba dispuesto a dejar la Iglesia y era un enérgico defensor del celibato.

La muerte de Mugica —ocurrida el sábado 11 de mayo de 1974 en la parroquia San Francisco Solano, en el barrio porteño de Villa Luro— puede ser vista como una muestra de las dificultades del peronismo para digerir sus peleas internas en forma pacífica, civilizada.

La historia reconstruida en los últimos años por el peronismo de izquierda, el kirchnerismo, indica que fue asesinado por la Triple A, un escuadrón paraestatal de derecha con vértice en el ministro de Bienestar Social, José López Rega, también secretario privado del presidente Perón, quien había vuelto a la Argentina y al gobierno el año anterior y que moriría poco tiempo después, el 1° de julio de 1974.

Pero, en mi libro cuestiono esa tesis sobre un crimen que muchos siguen atribuyendo, dentro y fuera del peronismo, a la cúpula de Montoneros, un grupo guerrillero primero aliado y luego enemigo de Perón.

UN PERSONAJE CENTRAL EN EL NACIMIENTO DE MONTONEROS

La historia de los montoneros fue tan vertiginosa como cambiante: habían nacido en las sacristías de las iglesias en 1970, muy católicos y peronistas todos, pero en 1974 ya disputaban salvajemente la
conducción del gobierno y del país con el propio Perón. Habían ido adoptando un catecismo más bien socialista y no querían dejar las armas porque estaban convencidos de que el socialismo a la cubana era posible en la Argentina.

En esa pelea, Mugica había quedado del lado de Perón y por ese motivo estaba fuertemente enfrentado con sus ex discípulos montoneros. Y apasionado como era lo decía en cuanta nota escribía para diarios y revistas, así como en cada entrevista radial y televisiva y en las frecuentes charlas y conferencias que daba por todo el país.

Con tantos otros curas, el padre Mugica fue un personaje central en el nacimiento de Montoneros.

Asesor espiritual de estudiantes de clases medias y altas del Colegio Nacional y la Universidad de Buenos Aires y animador de visitas a las villas miserias de la gran metrópolis y misiones rurales a zonas
paupérrimas del interior del país, había despertado en muchos jóvenes una súbita conciencia social que los llevó al peronismo y a la guerrilla, casi en simultáneo.

Entre ellos, a Mario Firmenich, el jefe de Montoneros, quien señaló —está en mi libro— que fue al cura a quien escuchó por primera vez que la situación social había llegado a un punto tal que había que tomar las armas.

LOD INTENTOS DE «MANIPULACIÓN» PARA RECONCILIAR LA FIGURA DE MUGICA CON LOS LÍDERES DE MONTONEROS

El kirchnerismo, esa sucesión de gobiernos encabezados a partir de 2003 por Néstor y Cristina Kirchner y, con matices, Alberto Fernández usó a jueces y fiscales para reescribir la historia reciente. En el caso del asesinato del padre Mugica, analizo la manipulación del expediente judicial para reconciliar al cura con los jefes montoneros.

Hay que tener en cuenta que en la Argentina los grupos guerrilleros de los 70 siguen teniendo adeptos hasta, y sobre todo, en los organismos de Derechos Humanos, en especial en las Abuelas y las Madres de Plaza de Mayo. Esto suena casi una herejía fuera del país, pero es, lamentablemente, así.

En el caso del peronismo de izquierda, sus liderazgos se consideran los herederos de la militancia armada de los setenta. Reivindican claramente sus sueños e ideales y en forma más sinuosa los medios armados apelando al contexto nacional e internacional de aquellos años.

Hay quienes consideran que en 1974 Perón estaba tan anciano y enfermo que no pudo impedir que la muerte de Mugica fuera ordenada por López Rega, con quien también se había peleado, pero hacía varios meses atrás. Otros, como el periodista y ex montonero Miguel Bonasso, van más allá
y afirman que el mandante del asesinato fue, lisa y llanamente, Perón.

En todo caso, podría tratarse de una interpretación política o histórica sobre el verdadero rol de cada cual en aquel gobierno, pero, desde el punto de vista del derecho, Perón era el presidente y, como tal, el responsable último de un escuadrón paraestatal.

¿QUIÉN LO MATÓ?

Claro que no se entiende bien por qué Perón buscaría la muerte de Mugica, que era uno de sus defensores más férreos, tanto en los medios de comunicación —allí se movía como pez en el agua— como en los encuentros y actos políticos, donde criticaba duramente a Firmenich, su
ex discípulo en la Acción Católica.

Por esas críticas y por impulsar la ruptura de Montoneros a través de la creación de la Juventud Peronista Lealtad, el cura venía recibiendo amenazas de muerte que él atribuyó a Montoneros en conversaciones con distintas personas, entre ellos el periodista de centroizquierda Jacobo Timerman, el dirigente peronista Antonio Cafiero y sus alumnos de la Universidad del Salvador.

¿Quién lo mató, finalmente; quién convirtió a Mugica en el primer sacerdote asesinado en aquellos años de plomo?

Una cosa, por ahora, en esta Introducción, es segura: también sus asesinos se consideraban peronistas auténticos, legítimos, hayan sido de la Triple A o de Montoneros; de la derecha o la izquierda armadas, los extremos de una fuerza política en la cual parecía que cabía casi todo. Y sigue pareciéndolo.

Peronistas fueron la víctima y los victimarios de esta tragedia: el muerto y sus homicidas. Y es probable que Mugica haya fallecido sin saber bien de dónde venían las balas que le abrían el pecho y el abdomen, y le destrozaban el antebrazo izquierdo.

Perón lo decía siempre: el peronismo no es un partido político sino un Movimiento que “jamás ha sido ni excluyente ni sectario”. Él se reservaba el lugar del conductor, el director de una orquesta en la que hacía sonar a todos los instrumentos.

UN MANEJO «NO DEL TODO EQUILIBRADO DE LA UTOPÍA»

En su estrategia para volver al país y al poder, Perón utilizó distintos elementos, a Montoneros en primer lugar y a partir de su debut, en 1970. También a los curas progresistas del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, cuya cara más visible era Mugica.

El problema surgió cuando el conductor llegó al gobierno, pero no pudo lograr que los grupos guerrilleros abandonaran las armas. Los montoneros se habían enamorado de la partitura revolucionaria: pensaban que esa música los llevaría a la liberación nacional y al
socialismo.

Sin embargo, el asesinato excedió las tensiones dentro del peronismo; reflejó también las contradicciones en la Iglesia y en la sociedad. Porque los montoneros no solo desbordaron a Perón sino también a Mugica y a tantos curas que los habían educado en el catolicismo.

Los obispos han publicado recientemente tres tomos inmensos sobre el rol de la Iglesia en los 70, pero les sigue costando mucho abordar una cuestión muy sencilla, que Francisco sacó a la luz al principio de su papado, el 28 de febrero de 2014, en una autocrítica sobre la “mala educación de la utopía” de tantos jóvenes, en una charla con los miembros de la Comisión Pontifica para América Latina.

“Nosotros en América Latina hemos tenido experiencia de un manejo no del todo equilibrado de la utopía, y que, en algunos lugares, no en todos, en algún momento nos desbordó, y al menos en el caso de Argentina podemos decir: ¡cuántos muchachos de la Acción Católica, por una mala educación de la utopía, terminaron en la guerrilla de los años 70!”, afirmó.

«¿SU POSTURA HACIA LA LUCHA ARMADA? EN LOS ÚLTIMOS MESES DE VIDA SE HABÍA VUELTO MUY CLARA»

En su mayoría, los curas progresistas intentaron que los guerrilleros se integraran a la vida democrática luego del retorno del peronismo al gobierno. Creían que los jóvenes que habían decidido morir, pero también matar dejarían las armas. No se dieron cuenta de que “la muerte lleva a la muerte”, como diría luego monseñor Jorge Casaretto, obispo emérito, y eminente, de San Isidro, en el conurbano bonaerense.

“La década de 1970 fue una década de muerte. En ella se recogió lo que quedaba de ideologías perimidas, que, sin embargo, todavía pudieron encender algunos fuegos, ciertamente artificiales”, señaló Casaretto.

En simultáneo, en el otro extremo de la Iglesia, una legión de sacerdotes apoyó en aquellos tiempos recios las dictaduras de los muy ortodoxamente católicos generales Juan Carlos Onganía y Jorge Rafael Videla, tras los golpes militares de 1966 y 1976.

Mugica pagó con su vida esas contradicciones, que fueron mucho más allá de él y de la Iglesia porque pertenecieron a una época en la que tantos creyeron, no solamente en la Argentina, que la violencia podía ser la partera de una sociedad de iguales, sin pobres ni explotados. Luego de un coqueteo con la lucha armada, Mugica se expresó claramente en contra de la posibilidad de matar, aunque estaba dispuesto a morir, en especial por los pobres.

El monje benedictino Mamerto Menapace, que lo conocía muy bien, sostuvo que, si en algún momento pudo haber tenido una postura “un poco ambigua” sobre la violencia, “en los últimos meses de su vida su actitud había quedado bien clara, y con su asesinato pagó largamente todos los errores que pudo haber cometido en el pasado. Su muerte vino a confirmar el compromiso que verdaderamente había asumido: estaba dispuesto a morir, pero no a matar”.

Muy aguda la visión de Menapace: “Al morir un hombre por practicar la justicia, se opera en él la victoria definitiva de la luz sobre las sombras. La luz vence en ese hombre a las tinieblas”.

*Escritor y periodista argentino, texto extraído de su libro más reciente: “Padre Mugica”.