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El dictador que mató a “siete mil u ocho mil personas”, dormía tranquilo y comulgaba todos los domingos

Redazione Spazio70

Las increíbles confesiones del general argentino Jorge Rafael Videla a un periodista, un año antes de morir, que dieron origen a un libro criticado tanto por la derecha como por la izquierda

Por Ceferino Reato*

Comencemos con solo tres de las confesiones que me hizo el ex dictador Jorge Rafael Videla, quien encabezó la dictadura más sangrienta de la historia argentina, en una serie de entrevistas entre octubre de 2011 y marzo de 2012, un año antes de morir en la cárcel, condenado de por vida.

Esa frase ´Solución Final´ nunca se usó. ´Disposición Final´ fue una frase más utilizada; son dos palabras muy militares y significan sacar de servicio una cosa por inservible. Cuando, por ejemplo, se habla de una ropa que ya no se usa o no sirve porque está gastada, pasa a Disposición Final. Ya no tiene vida útil”.

Pongamos que eran siete mil u ocho mil las personas que debían morir para ganar la guerra contra la subversión; no podíamos fusilarlas. Tampoco podíamos llevarlas ante la justicia”.

Para no provocar protestas dentro y fuera del país, sobre la marcha se llegó a la decisión de que esa gente desapareciera; cada desaparición puede ser entendida ciertamente como el enmascaramiento, el disimulo, de una muerte”.

Esas veinte horas de entrevistas se plasmaron en un libro que hizo mucho ruido, titulado “Disposición Final”, que enojó tanto a Videla, su familia y sus defensores como a los liderazgos más sonoros de los derechos humanos y del kirchnerimo, es decir de quienes se referencian en los ex presidentes Néstor Kirchner —ya fallecido— y Cristina Fernández de Kirchner.

Sus familiares y el núcleo duro de la derecha se molestaron porque Videla reconoció una práctica sistemática de violación de los derechos humanos más elementales para “ganar la guerra contra la subversión”, algo que ningún jefe militar había admitido.

Por este motivo, el libro fue adjuntado como prueba en diversos juicios de lesa humanidad si bien fue bastante criticado por líderes como Hebe de Bonafini, titular de Madres de Plaza de Mayo, y Estela de Carlotto, de Abuelas de Plaza de Mayo, así como por referentes kirchneristas.

¿POR QUÉ TANTAS CRÍTICAS?

En primer lugar, por entrevistar al referente principalísimo de la dictadura, el general Videla, presidente de facto de este país durante cinco años, entre 1976 y 1981, a la vez que jefe del Ejército durante la primera etapa de su gobierno, la más dura.

Era una crítica esperable. Desde principios de este milenio, la historia oficial sobre lo que ocurrió en los 70 es una letanía en la cual solo hablan las víctimas de la dictadura y sus representantes. En ese relato, las guerrillas eran grupos militantes que debieron recurrir a las armas para combatir a los militares que habían tomado las armas para, de esa manera, restaurar la democracia, las libertades y los derechos humanos.

Por lo tanto, un libro que, siendo de historia, debía ubicar a Videla y a otros protagonistas de aquellos años de plomo en su contexto no podía ser del agrado de Bonafini y Carlotto, que, dicho sea de paso, se han alineado con el kirchnerismo desde el surgimiento de esa fuerza política, en 2003.

¿Cómo se me podía ocurrir entrevistar, no una sino varias veces, nada menos que a Videla, el demonio mayor de los genocidas, el número uno de los terroristas de Estado? ¿Por qué ofrecerle la oportunidad de hablar a una persona que encabezó un régimen que mató e hizo desaparecer a miles de compatriotas?

LA POLÍTICA Y EL PERIODISMO

Sin embargo, creo que un periodista que investiga hechos tiene que entrevistar de una manera honesta a todos los que tengan información relevante para la opinión pública. No se trata de tomar partido a favor o en contra del entrevistado sino de hacerle buenas preguntas y de respetar sus declaraciones, ubicándolas luego, en el momento de la escritura, en su contexto histórico e incluyendo los dichos de otras fuentes para favorecer esa intersubjetividad, ese coro de diversas miradas que permite una recreación lo más objetiva posible de un pasado que ya ocurrió.

Ésta es, o debería ser, una diferencia clave entre un político y un periodista: el político protagoniza un juego de poder en el que la historia es un insumo más; no le interesa la verdad de lo que ya pasó, sino que la amolda según sus necesidades actuales; construye un relato histórico, para decirlo en el lenguaje de esta época. El periodista indaga y busca la verdad para comunicarla al público; sabe que siempre será una verdad relativa y que la objetividad no será alcanzada, pero se esfuerza en llegar lo más cerca posible. Milita a favor de su profesión y no de los ideales y los intereses de un político, por loables que puedan ser.

El político busca el poder, como medio o como fin en sí mismo; el periodista quiere informar, también sobre el poder.

JON LEE ANDERSON Y SU ENTREVISTA A PINOCHET

Jon Lee Anderson

El estadounidense Jon Lee Anderson, ícono de los periodistas progresistas en esta parte del mundo y autor de la más elogiada biografía del Che Guevara, me resultaba muy inspirador: “Soy una persona interesada en lo que pasa alrededor de mí; siempre he tenido el afán de entender el mundo y lo hago a través de mi profesión. Mi periodismo no se basa en creencias, sino en lo empírico, en lo experimentado”.

Cuando está aquí, todo el mundo quiere que hable de América latina. ¿Le pesa tener que hacer análisis todo el tiempo, frente a los medios? —le preguntó la colega Mónica Maristain en México, en una entrevista publicada en 2009 por Página 12, diario que supo ser un aire fresco de un centroizquierda moderno y progresista.

Lo que me saca de quicio un poco es lo tendencioso de la polémica, y de que una y otra (parte) me quieren poner en un bando. Trato de eludirlo. Si lo adoptara mecánicamente, si lo asumiera y dejara de criticar, entonces me neutralizaría. Perdería mi valor como observador. Mis piezas son ecuánimes. A buenos entendedores, pocas palabras. ¿Adónde nos ha llevado el gritar consignas? Hay un torbellino retórico y propagandístico. Mucha gente hablando, blablabla.

Anderson había entrevistado nada menos que al ex dictador chileno Augusto Pinochet: “Era fascinante porque era como el último nazi, por así decirlo. Era un pedazo de historia viva”, explicó. Pero ni el escudo de Anderson me salvó de las críticas de los voceros más entusiastas del relato oficial sobre los 70.

CAMBIAR LA SOCIEDAD COMO SI FUERA DE PLASTILINA

Una de las cosas que más los molestó fue que Videla dijera que “eran siete mil u ocho mil las personas que debían morir”. Contradecía la versión oficial de los 30 mil; les parecía poco.

Videla resultó el hombre fuerte del Ejército y de una dictadura distinta a las anteriores, la más violenta, la que buscó “disciplinar a una sociedad anarquizada” y fundar “un nuevo modelo económico” para liberar a Argentina de las “plagas” que le impedían alcanzar su destino manifiesto: el peronismo como “populismo demagógico” imbatible en las urnas; el sindicalismo en tanto factor de poder “exacerbado e irracional”; la burguesía “prebendaria”, que sustituía el esfuerzo, la creatividad y la competitividad por el amiguismo con los funcionarios de turno, la corrupción y los créditos incobrables del Estado, y el virus “disgregador y extranjerizante” de la izquierda enquistado en la política, el sindicalismo y, sobre todo, la cultura.

Esta pretensión fundacional quedó clara en el nombre del régimen militar: Proceso de Reorganización Nacional.

En este sentido, Videla reflejaba el punto culminante de la autonomía progresiva con relación a la política y la sociedad que el Ejército, y en su extensión las Fuerzas Armadas, había ido adquiriendo a partir de 1930, cuya contracara resultó el deterioro sistemático de los partidos y las instituciones de la democracia liberal, republicana. Además, encarna la unión entre la Iglesia Católica y el Ejército, entre la cruz y la espada, en defensa de la Patria y de los valores “occidentales y cristianos”.

Videla fue el protagonista principal del golpe del 24 de marzo de 1976, que contó con el respaldo de buena parte de los argentinos debido a varios motivos, entre ellos el hastío provocado por las bombas, los secuestros, los robos y las muertes de los grupos guerrilleros. Organizaciones que apostaban a la “guerra popular” contra “el aparato militar del sistema”, como sostuvo el jefe del grupo Montoneros, Mario Firmenich, en 1977 al presentar un Curso de Formación de Cuadros.

UN ANCIANO AMABLE E IMPLACABLE

Videla en su celda número 5

Yo no conocía a Videla. Para mi libro anterior, “Operación Primicia”, me había contestado algunas preguntas a través de un método indirecto y precario: le envié el pequeño cuestionario con un oficial retirado que lo visitó en la prisión y tomó nota de sus respuestas, las pasó en limpio en su casa y luego se las llevó para que las corrigiera; en la última etapa, este enlace informal me las alcanzó. Videla también contestó algunas repreguntas por esa vía.

Luego, se me ocurrió otro libro sobre los 70, ambientado en la ciudad de Córdoba, en el centro del país. Y pensé en repetir la táctica con preguntas sobre Videla como jefe del Ejército, donde había sido nombrado por la presidenta Isabel Perón, la viuda del fundador del peronismo, en 1975, en el último año de su gobierno.

Pero, sus respuestas se fueron demorando, un poco porque mi contacto tenía otras preocupaciones, y otro poco porque Videla se cayó, se fracturó los dos brazos y un hombro y estuvo internado varios meses en el Hospital Militar.

Así fue que un sábado, cuando salía de la prisión federal de Campo de Mayo luego de entrevistar a un militar que había estado destinado en Córdoba, me crucé por casualidad con Videla, que estaba despidiendo a su esposa, Alicia Raquel Hartridge, que apenas podía caminar.

Ah, usted me envió unas preguntas. ¿Hacemos como la otra vez? ¿Se las envío por aquel amigo?

Sí, o, si no le molesta, vengo a visitarlo y me las contesta a mí.

Mejor lo hacemos así: cara a cara. ¿Cuándo puede venir? Prefiero un miércoles, que es cuando no viene mi esposa.

Videla ocupaba la celda número 5, una habitación pequeña, con una cama de una plaza prolijamente tendida con una cubrecama bordó, un crucifijo sobre la cabecera, un placard, un ventilador, una estufa y una cómoda con una foto de su esposa cuando tenía 15 años, “cuando la conocí”. Cortinas azules tapaban la única ventana. El baño era compartido con el preso de una celda vecina.

Una hilera de recortes de un personaje de historieta, Gaturro, decoraba las paredes de la habitación a la manera de una guarda. “Los heredé del preso que estaba antes; se los había pegado un nieto y los dejé porque era más difícil despegarlas. Además, no me molestan. Pero, siéntese, por favor; es la celda de un preso, no hay mucha comodidad”, dijo, e indicó una de las dos sillas de plástico, una a cada lado de un pequeño escritorio, donde había una botella de agua mineral con dos vasos.

DUERMO MUY TRANQUILO TODAS LAS NOCHES”

A los 86 años (nació el 2 de agosto de 1925), se lo veía muy bien físicamente, aunque caminaba inclinado por un problema en la columna vertebral.

Al penal no se podía entrar con grabadores ni con teléfonos celulares (tampoco con documentos, dinero y llaves), y los controles eran muy estrictos; no pude grabar las entrevistas, por lo cual tomé nota de sus respuestas, las pasé en limpio en mi domicilio y se las dejé la semana siguiente para que chequeara eventuales errores e imprecisiones. Volví para recoger el cuestionario y aproveché para hacer nuevas preguntas.

Era una persona anclada en su pasado, con un relato muy articulado sobre todo lo que había hecho; tanto que parecía estar hablando de otra persona. Todo lo entendía y lo justificaba como una misión divina; se consideraba un cruzado en el medio de “una guerra justa, como decía Santo Tomás”. Implacable, me dijo que no estaba arrepentido de nada: “Duermo muy tranquilo todas las noches”. Además, rezaba el Rosario todos los días a las 19 y los domingos asistía a misa y comulgaba.

Estaba convencido de que Dios siempre lo guió y que nunca le soltó la mano, ni siquiera en prisión. Al contrario: “Me ha tocado transitar un tramo muy sinuoso, muy abrupto, del camino, pero estas sinuosidades me están perfeccionando a los ojos de Dios, con vistas a mi salvación eterna.”

Mi libro fue algo mucho más terrenal, referido apenas a una época sangrienta que sigue resistiendo el olvido.

* Periodista y escritor argentino